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sábado, 23 de enero de 2010

Ey sí tú

Caminando por la calle, escuchando el ir y venir de los automóviles, los pocos pájaros que sobreviven en una especie de ciudad en vías de convertirse en metrópoli, una pareja fraternalmente abrazada, un oriental que vende tres pares de calcetines por veinte pesos, un intelectual con un libro de metafísica bajo su axila, una familia que sale a pasear al perro, ese mismo perro moviendo la cola excitadamente y una mujer que llora desoladamente. Todo eso es a lo que uno se arriesga si sale un sábado por la tarde al centro de la ciudad.

Todo lo anterior causó un impacto en mí; caras de preocupación de los automovilistas por no poder avanzar cuarenta metros en cinco minutos, vendedores ambulantes que torean autobuses, taxis, particulares…entre otros. Pero ninguno me resultó tan particular como el lamento de aquella mujer.

Me encaminé hacia ella, la observé, la contemplé, me vio, se apenó, me retó, me acerqué, y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba con ella sentado con una especie de angustia que hasta ahora no entiendo. Ella me explicaba qué era lo que le sucedía. Yo escuchaba paciente e ingenuo. Ella se lamentaba por haberlo dejado ir. Yo intentaba acercarme más y más. Ella seguía hablando. Yo sólo la estaba oyendo. Pasaron dos horas. El sol caía y el alumbrado público comenzaba a iluminar la ciudad.

Ella era una estudiante, quizá de arte, por su manera de vestir. Yo era un don nadie vagando por las calles, esperando un encuentro de este tipo. Ella seguía hablando con una naturalidad tal que me sorprendió de sobremanera. Mientras pasaba el tiempo, su cara se convertía en una obra de teatro; a veces con lágrimas en los ojos iniciaba su oración, algunas otras veces se carcajeaba de sí misma. Ahora era yo el que parecía no entender qué pasaba.

Pasaron tres, quizá cuatro horas. Estaba frente a mí mismo. Ella era el reflejo de mis emociones, de mí sentir, mi alter ego. Me abrazó, me apretó y comencé a llorar. ¿Por qué comencé a llorar? No sé, simplemente me dieron ganas de hacerlo. Se levantó y me dijo: -anda, deja de llorar, no pasa nada-. Parecía escucharme a mí mismo, me pareció increíble.

Ahora lo único que podía ver eran sus rodillas, en un dos por tres ella parecía ser afectada por mí estado de ánimo. Ahora era yo quien lamentaba. ¿Qué? Tampoco sabía. Tenía un sentimiento de rencor por aquel que la dejó, sentía como si me hubieran dejado desamparado a mitad de una calle llena de caras totalmente ajenas a mí.

Me levantó, me abrazó de nuevo. Me dio la espalada y se fue. Caminó perdiéndose entre un muladar de personas. Levanté la mano y me despedí de ella. Volteó la cara e hizo lo mismo. Estuve ahí sentado diez minutos más sin esperanza alguna. Poca gente transitaba en la calle, de pronto se me acercó el de la basura y con una sonrisa en su rostro y una escoba echa de rama en la mano me dijo: -ey, sí tú sonríe-.

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