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jueves, 6 de mayo de 2010

Zapatos

Vagando por los pies de mis compañeros me di cuenta que uno no se había tallado bien su talón y porque no traía calcetines me percaté de ello, posteriormente vi zapatos, tenis, guaraches, botas, sandalias, zapatillas, tacones del 5 y un par de alpargatas. Como la clase estaba muy aburrida y hacía un calor equiparable con el del quinto círculo del infierno de Dante no me quedó de otra más que remitirme mentalmente a otro lugar.

¿Cómo era mi nuevo lugar? Chido, tranquilo, con muchas piernas, muchos pares de zapatos, de muchos colores, estilos, tamaños, feos, bonitos, exóticos, comunes, ortopédicos, con lucecitas en el talón, con decorado, de piel, sintético…súbitamente desaparecieron las piernas, los pies, los empeines, los dedos, las uñas, la mugre…solo me quedé con muchos pares de zapatos, pasaron días, meses, años; tuve una relación enfermiza con un par de mocasines que traían una etiqueta de Liverpool ($3,500), nos separamos, rompimos, le grité, me ignoró, tronamos…luego me vino a la mente la idea de volverme pacifista y me puse unas alpargatas, la verdad es que eran cómodas y verdes, también rompimos, en ese momento creí que el podrido era yo. Después conocí a unas sandalias, blancas ellas, de un material cómodo, bonitas, con un cocodrilito… ¿Les confieso algo? Sigo viendo a ese par de sandalias y ¿Les digo otra cosa? No rompimos, sólo nos dimos un tiempo. Pues bien, así vagué y probé y me medí e incómodo me sentí. Llegué con las botas, todas ellas muy artesanales, muy simples, muy obvias, muy muy. Pasé corriendo y vi a los tenis, ahí me estacioné mucho tiempo probé con muchos de ellos, me vi inmerso en una dependencia, me vi obligado a gastar mi dinero en ellos, tuve que ir con el podo-psicólogo para que me dijera que dejara de verlos; me costó tiempo pero entendí.

Tuve un momento de contemplación, me detuve a observarme y ver qué conmigo, qué me estaba pasando. Me di cuenta que en sí todos los zapatos sirven para lo mismo, todos nos protegen del suelo, del suelo caliente, del suelo frio, del suelo rasposo, del empedrado…sonó mi teléfono y tuve que regresar mi mente a mi cuerpo, contesté y era un tacón. Me citó en su casa, acepté, fui y me arrepentí. Me gritó, se me abalanzó, me golpeó y yo me reí, al mismo tiempo que me reía también me preguntaba ¿Por qué un tacón me está golpeando de esta manera? La detuve, momentáneamente me di cuenta que no era yo quien la estaba deteniendo, sino mi par de tenis. Los mismos que el podo-psicólogo me había recomendado dejar, los mismos que me produjeron comezón, los mismos que me causaron sudor.

Todo terminó. Prendí el carro, el zapato aceleró, freno, aceleró y aceleró. Llegué a casa, tomé mis llaves, abrí la puerta, cerré la puerta, tiré el saco, me quité el cinturón, me senté en el sofá y me quité el tenis…me puse las pantuflas, me las quité y me dije a mí mismo: ¡Ah qué bien se siente andar descalzo!
Con dedicación a: Annia Barraza Castañón.

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